1.Bitácora de a bordo

2.1.06

Enviado especial: Melchor Varicocele (Sargento del quinto batallón de periodismo de infantería)





En veinticinco años como corresponsal de guerra a lo largo y a lo ancho de la galaxia creí haberlo visto todo; pestes de información genética tergiversada en la gran batalla de las tierras de Silicio, mutaciones cubistas a causa de la radiación de la gran bomba de peluche arrojada por la vanguardia surrealista estelar, secuelas de gargarismo de barítono prolongado en el lejano sistema solar de Lud Axyah así como mal de oído de Rajosh en sus galaxias vecinas, canibalismo magnético o electrodogmatismo provocado por los habitantes de las minas de cobre del satélite Venus II y la lista podría seguir en un sinfín de aberraciones similares.
Mi peor recuerdo data del año 22 DB, cuando por caprichos del azar fui testigo de un macabro ritual de descascaramiento practicado por los Hombres Papa-Guinea en el punto G de un pequeño planeta llamado Susu-hara (¿O se pronunciaba Suha-sura?)
Este último en particular fue un espectáculo tan demencial e inesperado que acabó por desequilibrarme emocionalmente. Sucedió que me tomé unos días de licencia para disfrutar de las fiestas patronales de Susu-Hara, que el folleto turístico promocionaba como «mágicas, económicas y reveladoras», pero al salir del hotel y pisar la calle me vi inmerso en una muchedumbre arrolladora, una marea de brazos y piernas que me arrastraron hasta una plaza central, y allí, bailando en trance religioso al son de unos tambores, comenzaron a rebanarse la carne con unos utensilios hasta casi desaparecer.
Fue lo más espantoso que vi jamás.
Debí recurrir a grupos de ayuda terapéutica y cursos de automedicación a distancia para poder olvidarlo. Y al final, ni siquiera éstos tratamientos dieron resultado. Al contrario, creo que lo que hicieron fue fijarlo en mi memoria como un mantra. Cada vez que cerraba los ojos veía a los hombres Papa-Guinea en el acto de pelarse, y entonces mi cuerpo comenzaba a temblar.
Con el tiempo las cosas fueron empeorando. Había caído en un circulo vicioso de autodestrucción, adondequiera que fuese llevaba un pela-papas en el bolsillo y me mostraba receloso y taciturno frente a mis camaradas. Mi mente y me carácter se fueron deteriorando hasta el punto de no reconocerme y una noche, en el comedor del cuartel, frente a la visión de un puré mixto, sufrí un colapso delante de mis superiores.
Por supuesto fui castigado y medicado nuevamente. Esta vez por los doctores del Hexágono. No es pertinente seguir ahondando en estos detalles, baste decir que para superar la depresión que me provocaron esas pastillas, mi nariz se volvió propensa a la Nitrocelulosa, y que dicha sustancia, además de ser extremadamente tóxica se caracterizaba por causar E.E.N.D ( Excitación eufórica no discriminativa )
Conservo malos recuerdos de un bar de mala muerte en el desierto de Nueva Turquía, imágenes difusas de bigotes grasientos, camellos sudorosos y carcajadas abundantes.
Desde entonces juré que jamás volvería a bajar la guardia de mis emociones y que sería un testigo de piedra, sucediera lo que sucediese ante mis ojos. Me hice implantar un S.A.A.R (Sistema de apatía automática regulable) con el fin de seguir adelante. La maquinaria Neurón 27 era el último modelo en el mercado negro, un complicado mecanismo del tamaño y la forma de una nuez que decidiría por mí la mejor forma de ser objetivo. La maquinaria Neurón 27 bloquearía toda emoción negativa que pudiese afectar mi trabajo, poco a poco iría segregando nanocápsulas de serenidad de tiburón y así yo me convertiría en un golem optimista. Sería un proceso lento, pero también un ajuste de tuercas en mi evolución natural. El ser humano devenido en un androide sonriente y sin corazón. El antiguo Cro-magnon renacido en un autómata de calma asesina.
Bueno, al menos eso me aseguraron los tipos que me la vendieron. Lo cierto es que el aparato funcionó bien durante poco tiempo, unos dos o tres meses según mi agenda biológica.
Una mañana aplasté un mosquito en mi nuca y sentí un feo chasquido en el interior de mi cabeza, como si alguien hubiese quebrado un huevo contra la superficie del cráneo.
Lo que siguió a eso fue la migraña más sorprendente y aguda que se puedan imaginar.
Emití un alarido y caí desmayado de inmediato.
Cuando mis hombres consiguieron reanimarme, el dolor de cabeza seguía retumbando, pero extrañamente, me sentía feliz.
Ante cada punzada de jaqueca, mi sonrisa crecía más y más, hasta que empecé a reírme abiertamente como si me hubiesen contado el mejor chiste del mundo.
¡Maldito implante de fabricación tailandesa!.
Intenté explicarles a mis hombres que la causa de mi comportamiento era la maquinaria Neurón 27 que evidentemente se había descompuesto, pero no logré articular una sola palabra. Una risa demente se había apoderado de mi.
El capitán Felipe tuvo la feliz idea de aplicarme un S.P.H.A (Sedante potenciado para histéricos agresivos ) sin prestarme atención cuando, entre agudas risitas le pedí expresamente que no lo hiciera. Así que por el resto del día permanecí sentado en mi tienda neumática con los ojos vidriosos perdidos en el vacío y una especie de alegría lenta, como de ternero en etapa de lactancia.
Por la mañana la situación no había mejorado, lo único que había mejorado era mi sentido del humor. A cada rato me daban ataques de alegría lunática, y ni hablar si alguno de mis hombres hacía un comentario gracioso, entonces no podía parar de reír durante horas, ni siquiera en el frente de batalla, bajo riesgo de ser localizados y aniquilados por el enemigo. Cualquier indicio o rasgo humorístico en hombre, animal, planta o roca se convertía en una pesadilla de carcajadas y convulsiones espasmódicas.
Al principio mis hombres se mostraron encantados con mi nuevo optimismo, y no perdían ocasión en provocarme con sus chistes (Oiga Sargento, ¿En que se parecen un espermatozoide y un periodista de infantería? Eh! Sargento, ¿Cuantos culos necesita un gorila albino para ir al baño?) hasta que yo terminaba revolcándome en el piso, con los ojos llenos de lágrimas y suplicando que se detuvieran.
Al cabo de unos días, comprendieron que lo que me estaba pasando era serio. Tal vez no se trataba solo de buena predisposición hacia la vida periodístico-militar. Algunos ataques de risa habían sido tan furibundos que acababa vomitando, amoratado por la falta de aire, con las manos crispadas sobre el estómago y las costillas doloridas como si me hubiesen cosido a patadas en una pelea de borrachos.
Me costaba horrores recuperarme después de aquellos ataques. Por las noches, mientras soñaba, afloraba de mis labios una trémula risita, que a fuerza de persistencia, había terminado por fastidiarlos a todos.
A partir de ahí la seriedad y el silencio se fue adueñando del batallón, el Capitán Felipe impartió la orden de no hablar o gesticular exageradamente en mi presencia, no se podía silbar ni cantar, no se podía llamar a nadie por su apodo. El cabo primero Sadosky, al que siempre habíamos llamado "grasa de mono" debido a las generosas proporciones de su abdomen debió ser escondido de mi vista, ya que su simple presencia se me tornaba insoportable y me provocaba tales ataques de éxtasis, que mi cara parecía rajarse como una fruta podrida y mis alaridos se hacían eco en las altas montañas nevadas del Noroeste.
Fueron días oscuros. A pesar del gran sacrificio de mis hombres por salvaguardar mi cordura y mantenerse serenos, no hubo manera de que no me resultaran hilarantes, todos y cada uno de ellos, tan seriecitos y preocupados con esos ridículos cascos de invisibilidad parcial.
Hasta pensar en la denominación militar de los cascos me daba ganas de partirme de risa. Imbecilidad parcial. Cascos de imbecilidad parcial. Imbecil-belicidad. Invisibilisibililisiliiiiiiiiiiiiiiiiii…
Tuvieron que retirarme del campo de batalla y someterme a un largo y graciosísimo tratamiento psiquiátrico. Recién al cabo de unos meses la recuperación comenzó a mostrar leves mejorías. Los médicos me hicieron entender que no había posibilidad de retirarme el Sistema de Apatía Automática Regulable (S.A.A.R) sin extirparme medio cerebro, de modo que tuve que resignarme a soportar sus fallas. La maquinaria Neurón 27 se quedaría en mi cabeza de por vida. De tanto en tanto sería necesario ajustar ciertos detalles de su configuración por medio de electrochoques, pero me aseguraron que podría llevar una vida normal.
Cuando mis problemas de salud se estabilizaron decidí volver a servir a mi país y comencé los trámites para ser aceptado nuevamente en el ejército. Fui reasignado a mi batallón el día catorce de febrero del año 2123 de nuestro Señor Bush.
Desde entonces y hasta el día de la fecha, hemos luchado en cuatro guerras diferentes, tres de ellas en las lunas del gigante y arrugado Escroto y la última en los márgenes de la gélida constelación de Corvus.
Es de ésta última guerra de la que quiero dar testimonio, y es aquí, en este diario de viaje, en donde dejaré registrada mi historia y la de los valientes hombres que me acompañaron.




21 Marxo 2129 D.B
Sgto M.Varicocele.




(Alistarse en el Capítulo 2)

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